13 de marzo de 2014
La noche cae sobre la ciudad. Al alboroto estresante de las horas diurnas le sigue ahora una paz y tranquilidad, envuelta en un clima de misterio propiciado por la oscuridad. Zaragoza duerme, algunos remolonean antes de acostarse, y unos pocos locos con el biorritmo trastornado viven en el mundo nocturno, tan diferente, tan misterioso, tan tranquilo, tan oscuro.
Los semáforos siguen ajenos a la realidad, ordenando con sus colores un tráfico inexistente. Las avenidas vacías descansan cubiertas por la ambarina luz de las farolas. Por momentos algunos otros se cruzan en el camino, unos pocos aún trabajando, otros muchos, volviendo a casa o contemplando la vida, disfrutando la calma. En el retrovisor la hilera de farolas silenciosas se pierde en el horizonte. Por delante, alguna que otra luz verde y roja, el asfalto apaciguado y el murmullo del silencio. A la derecha, majestuosos, aprovechan la intimidad de la noche para abrazarse el Ebro, el Puente de Piedra y El Pilar. ¿Qué se dirán? ¿Estarán contándose cómo ha cambiado la ciudad en los últimos años? ¿En los últimos siglos? Cuánta gente a sus espaldas, cuántas bombas, cuánta historia y qué efímera la noche.
Las murallas, que en otra época protegían a sus ciudadanos, sobreviven como pueden transformadas en mero talabarte ornamental. Lo que un día contuvieron ha explotado alcanzado límites inimaginables. La vista no alcanza a ver dónde terminan las calles.
Unos policías aguardan en medio de la calma para cumplir su deber. La noche sigue, ellos se quedan. Quizá les guarde alguna sorpresa en su tenebroso silencio. O quizá simplemente sea el pasaporte para la nueva mañana, sin más.
Las luces verdes de los taxis pululan en la lejanía. Meros testigos de las noches de Zaragoza, más humana en el silencio de la noche que en la frialdad de las prisas del día.
Buenas noches.
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