19 de julio de 2016
«No hay que tirar cosas al suelo». ¿Cuántas veces has oído esta frase a tus padres cuando eras pequeño? ¿Y en la escuela? Seguro que muchas. Es una cuestión de educación, pero de la educación del día a día, de la que da la vida, la que te da la familia, el que cada uno tiremos o no cosas al suelo, aunque bien es cierto que en ocasiones esta actitud puede estar marcada por el ámbito social.
Te voy a poner un ejemplo: en este país siempre ha habido la costumbre, en los bares, de tirar todo al suelo, junto a la barra. Daba igual lo que fuese: servilletas, palillos, sobres de azucarillos… Todo al suelo. Poco a poco esta costumbre va desapareciendo y cada vez hay más recipientes en los bares donde tirar estos residuos, pero si se da el caso de que vas a un bar que no tiene dónde tirar esto, al final no te queda otra que tirarlo al suelo. Y es que en los bares que tienen esta costumbre es difícil cambiarla, porque aunque dejes el sobre del azucarillo en el plato del café, seguramente el mismo camarero lo tirará al suelo cuando recoja el plato para fregarlo.
Pero esto es una situación muy concreta, y que se da en lugares muy concretos también. En general, en la calle, la de todos, no deberíamos tirar nada, entre otras cosas porque cuidar lo que es de todo el mundo debería ser una prioridad para cualquier persona.
La cuestión es que el otro día iba con el coche por una calle de Zaragoza, de un único carril, y me topé con una botella de lejía que alguien había tirado, imagino que vacía, y que se podía esquivar con cuidado, pero podías cogerla fácilmente. No voy a entrar en el hecho de tirar esto a la calle, pudo ser un descuido de cualquiera, pero lo cierto es que había bastante gente por allí, y todo el mundo veía el envase amarillo chillón sobre el asfalto negro, pero nadie lo cogía. Mientras continuaba de camino a mi garaje iba tomando nota mental para que al volver caminando no se me olvidase cogerla y tirarla al contenedor que estaba justo al lado, pero algo me impidió hacer esto: una señora bastante mayor, con su bastón, y cierta dificultad para agacharse, cogió la botella y la tiró por el contenedor.
Y mientras un servidor miraba por el retrovisor la hazaña de esta señora, y cómo pasaba desapercibida para el resto de los comunes que habitaban la rúa en esa hora, felices en su autocomplaciente visión de sus maravillosos ombligos, sin que les llamase la atención el envase vacío en medio de la calle, recapacitaba sobre cómo se ha perdido la educación y respeto hacia los demás, hacia lo de todos, poco a poco.
Lo único que cabe preguntarme es si alguien la hubiese recogido de encontrar un Pokémon sobre la botella, o simplemente hubiesen seguido con lo suyo.
Un saludo.
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