A mi amigo Carlos
No me gustan las cosas tristes, y los que me conocéis sabéis que tal vez soy demasiado frío en mi relación con los demás, pero ayer te fuiste, Carlos, y no volverás.
Y nadie se merece la forma en que la vida te ha hecho irte de entre nosotros, con estos dos años que han sido eternos. Y mucho menos, nadie se merece que le ahoguen las ganas de vivir a base de golpes. Pero nadie dijo que la vida fuera justa, por desgracia.
En el recuerdo siempre llevaremos tu mirada inocente, que siempre arrancaba, a quien menos, una sonrisa. Y aquellos piripís que se te rompieron cuando, mientras los demás veíamos el Museo de la Ciencia de Valencia, recién inaugurado, tú desapareciste entre montones de escombros y volviste, al rato, con un décimo de lotería que traías de quién sabe dónde (aproximadamente el fin del mundo, porque mira que irte hasta el puerto de Valencia en esas condiciones…), y ahí apareciste con los piripís rotos.
Y cuando tus abejas pululaban por el monte, y las bautizamos como carlistas. Y te decíamos que si eran tuyas, y nos contabas que les habías puesto la matrícula y que el otro día habías visto una por el Puente de Piedra.
O cuando me enseñaste aquella canción que no había oído en mi vida, volviendo de una excursión:
Hace tres días no duermo lalá,
por pensar en mi pollito lalá,
mueve el pico lalá,
mueve el ala lalá…
Y cuando, todo serio, vacilabas al personal descaradamente sin perder la compostura, haciendo que los demás no pudiéramos resistir las carcajadas.
Y tus «oye zagal».
Y esos cotos de guiñote, siempre en tu mismo sitio, que por culpa de tu enfermedad ya dejaste de frecuentar. Ahí ya se te echaba en falta.
Son tantas las cosas que recordamos de ti, que seguirás entre nosotros, porque no te olvidaremos. Y esa nieta, que por sólo un mes no vas a llegar a conocer, sólo oirá cosas buenas de su abuelo, porque aún tiene que ser la primera persona a la que oiga hablar mal de ti.
Y porque lo diste todo por un pueblo que, sin ser tuyo, lo hiciste tuyo. Y nadie te dirá que no eres de aquí.
De nada vale maldecir esta vida que, cuando mejor podías vivir, te arrebató la fuerza que necesitabas para disfrutar de tu casa, de tu familia, de tus amigos, de tu gente, de tu huerto, de tu pueblo… de todo.
Hasta siempre, amigo.
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