El puente de Las Pedrosas
Sobre el Barranco del Pueblo, a la altura de la carretera de Piedratajada, en su inicio, en el pueblo de Las Pedrosas, un pequeño paraje adornado por unos pocos árboles, un puente de piedra y el sonido del agua rompía el horizonte del paisaje estepario de las bajas Cinco Villas.
Construido hace varios años, como dicen en los pueblos, después de la guerra, el puente de la carretera de Piedratajada unía los dos extremos del camino, protegiendo por fin esta vía de las avenidas del barranco. Tal era la violencia de estas riadas, que cuando aún se estaba comenzando a levantar se llevaron por delante todo el andamiaje instalado para su construcción.
Para poder dotar de utilidad a esta infraestructura, además fue necesario despropiar algunos campos y huertos cercanos, que quedaban divididos por el camino, en uno de cuyos laterales crecían unos chopos que por entonces aún contaban con pocos años de vida.
La carretera de Piedratajada no es ninguna gran vía de comunicación, ni mucho menos, sino que viene a ser lo que comúnmente se denomina carretera local, es decir, una senda estrecha y sinuosa, que permite sin problemas el paso de vehículos pequeños entre poblaciones y facilita el acceso a los campos colindantes para la maquinaria que debe cultivarlos, pero sin dar pie a que por ella circulen, de forma habitual, vehículos mucho más grandes que los citados.
Este puente está construido de piedra arenisca, típica de la zona, y cuenta con un único arco de medio punto que da soporte al pavimento. A sus lados estaba flanqueado por unas enormes piedras que hacían las funciones de quitamiedos, y que a su vez eran usadas por los vecinos del pueblo para sentarse y conversar por las tardes, cuando llegaba el buen tiempo. Pero algún que otro accidente fortuito y la construcción de la nueva carretera de Zuera, que acarreó la mejora del cruce de ésta con la de Piedratajada, acabaron con estos improvisados bancos, siendo sustituidos por unos quitamiedos normales y corrientes. Ahí comenzó ya su definitiva decadencia, pues el puente, aunque seguía soportando el pavimento de la calzada y su tránsito, ya no podía acompañar a sus amigos en las conversaciones del atardecer: no podía ofrecerles ni un pequeño asiento.
Vinieron años duros de sequía, y bajo su arco el agua se secó. Tan sólo el carrizo seguía fiel a su improvisada sombra. Pero cada invierno el agua volvía a discurrir bajo él. Cosas de la vida, desde hace algunos años el agua volvió a correr también en verano, y las ranas volvieron a croar bajo su arco.
Un día, de repente, el puente se despertó con mucho ruido. Un montón de camiones comenzaban a pasar por la carretera, llegaban buenas noticias: se iba a construir una granja en la carretera. Las obras comenzaron y terminaron pronto. Una gran explotación se levantaba en medio de los campos de cereal de la zona. El ir y venir de grandes camiones se ha convertido en algo habitual a partir de ese día.
Pero claro, el pequeño puente, cuyo tamaño era acorde al de la carretera que sobre su espalda aguantaba en silencio desde hacía años, no era lo suficientemente ancho para permitir que los grandes camiones pasaran a gran velocidad sobre él. Y como el bolsillo de algunos todo lo puede, un buen día unos señores, con picos, palas y cascos, se presentaron en el lugar dispuestos a solventar tal contingencia. Los vecinos, sus amigos, callaron por las buenas promesas de la clase política: «es una mejora para el pueblo, hacía falta». Pero en su interior ellos sabían, igual que el puente, que aquello sólo estaba encaminado a facilitar el ir y venir de la materia prima hacia la granja, que pasaría de largo por la carretera, sin dejar nada en el pueblo.
Los chopos que soportaron la primera gran obra, y la posterior reforma del cruce, habían crecido y escoltaban el pequeño tramo de carretera próximo al puente. Sus ramas eran cobijo de aves y alivio, por la sombra que daban, para los paseantes. Pero una vez más la mano del hombre iba a cambiar las cosas para ponerlas a su servicio. El puente, que había visto cómo estos árboles ganaban la batalla al asfalto y conseguían crecer a ambos lados de la carretera, como centinelas, veía ahora cómo los de uno de los laterales, los más jóvenes, los que habían crecido por sí mismos de la nada, eran arrancados sin ningún miramiento por las zarpas metálicas de las excavadoras. Mejor suerte corrieron los que llevaban allí toda la vida, aunque no se libraron de alguna que otra herida en sus troncos.
Apenas pudo darse cuenta nuestro amigo de piedra, vio cómo era atrapado entre dos enormes aros de hormigón. El cauce, donde las ranas y el carrizo lo habían acompañado desde que nació, era igualmente modificado para adaptarlo a las necesidades de unos pocos. Ya no había nada que hacer. Una capa de hormigón lo encerró por encima y lo dejó atrapado. Por fin los camiones podían pasar a gran velocidad sobre él sin problemas al cruzarse, y aquellos que veían la obra con tan buenos ojos respiraron aliviados.
Pero debajo de ese asfalto, atrapado entre el hormigón, está nuestro amigo, aturdido, cansado. Sobre su vieja espalda ahora soporta más tráfico que nunca, pero resiste m
ejor que un jovenzuelo, como siempre, en silencio. Pero en su recuerdo, en sus piedras, quedará para siempre grabado todo lo que sobre él pasó, los pájaros cantando en los árboles que ya no están, las ranas que en las tardes veraniegas
croaban con el sonido como fondo de una escena que hoy parece fruto de un sueño. Y allí también, encerrados, los recuerdos que de las conversaciones que en silencio mantuvo con los que sobre él disfrutaban, en las piedras que le arrebataron, de los atardeceres de Las Pedrosas. Aún recuerda las voces de Mariano, de Antonio, de Pascual, de Paco… Y él sabe bien que todo eso no se lo podrán arrebatar jamás, por muchas granjas que hagan o por muy grandes que sean los camiones que se empeñen en pasar sobre su espalda.
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