Los autobuses de Zaragoza son demasiado grises
Zaragoza, 7.40 de la mañana, voy al trabajo. Al salir de casa siempre la misma ceremonia: el ciclista por la acera, el barrendero en su trozo de calle, algún que otro peatón que corre para cruzar un semáforo que ya parpadea… y el autobús urbano girando la esquina.
La última semana cada día salgo de casa con una canción en la cabeza, el otro día fue la de «se fue el caimán». Detrás de mi otro señor venía silbando alguna canción versionada. Pero cada día cuando el autobús vuelve la esquina no puedo evitar mirar el interior: las personas se amontonan hacinadas, algunas aún dormidas, todas con cara de poca felicidad. Supongo que cada una de ellas está en su propia nube, en su propio mundo. Me vienen a la mente las imágenes de los repatriados en las guerras, de los exiliados, de aquellos que se resignan a seguir un camino que les marcan. No queda otra.
Esta tarde he cogido un autobús, hacía tiempo que no cogía uno, y he descubierto una cosa: los autobuses de Zaragoza son muy grises. En todos los sentidos. Silencio. Miradas. Ni el conductor responde ya a un saludo. Todo es rutinario y monótono. En todo el trayecto sólo he visto dos sonrisas, una de ellas de un niño. La verdad es que el propio autobús no ayuda nada a hacer que el viaje sea agradable. Recuerdo una campaña que hubo en la que se ponían relatos o poesías en los cristales, «Margarita, está linda la mar, y el viento lleva esencia sutil de azahar», decía una de aquellas poesías. Leer aquellas cosas hacían que los grises autobuses de TUZSA fuesen menos grises. Igual deberían cambiar el color, quizás en verde serían más alegres, y quién sabe, igual la gente hasta se animaba a conversar. De cualquier modo, fijo que habría más sonrisas.
¿De qué color son tus mañanas?
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